Ya os conté muchas veces, que cuando empecé a crecer me daba como un poco de vergüenza que mi padre notara esos cambios, que pensara que su niña ya no era tan niña, y que yo me estaba convirtiendo en toda una mujercita.
Hubo un tiempo en que crecer era para mi como un futuro aplazado y la vida como niebla. La felicidad o aquello que yo pensaba que era felicidad no era como el marcado para todos los mortales, no era como se suponía que tenían que ser las cosas por imposición de la sociedad.
Yo era para mis ojos, radiante y eterna y el mundo me parecía como arcilla en el que podía hundir mis dedos y moldearlo a mi antojo, bajo un cielo con color del algodón de azúcar.
Era como la historia del príncipe montado en su caballo blanco, cabalgando por una playa de arena cristalina, para llevarme sobre su lomo a esa edad en la que recibiría la recompensa, por la lucha y el esfuerzo a mi trabajo diario.
Un tiempo en el que cada día era un frente, una batalla, una lucha, y el amor ya empezaba a arañarme el pecho, con su garra implacable de león herido, dejando al descubierto mi corazón desgarrado, en tiras que se me enredaban en espinas de rosas. Cada pena, cada decepción era la última y la definitiva por ser la primera.
Lo que está claro es que el tiempo dulcifica los recuerdos. Y la infancia o la juventud pasa a ser un mito adorado en el altar de esta madurez compleja y algo infantil. Sí, pero detrás de este mito siempre hay algo de realidad, y un trozo de verdad que brilla por encima de las estrellas.
Siempre pensé que crecer no debería de suponer renunciar a nada, y así me intento demostrar a mi misma, que aunque los años, y las juergas pasadas, hagan que suspire un poco más de la cuenta al subir unas escaleras, o una cuesta, esta me llevara siempre hacia mi sueño compartido por aquellos que me quieren.
Es cierto que el futuro no era esto. Pero aun me queda todo por hacer. Se cayeron mis alas en más de una ocasión, pero uno de mis éxitos es que jamás me rendí. Como bien decía mi adorado Che Guevara, "hasta la victoria siempre", al menos hasta la mía. Porque la edad no conlleva la capitulación, porque crecer no es tan malo, porque a menudo los terribles ojos de alguien, la risa inquieta de un niño, o un brindis al calor de una barra de bar entre amigos, me recuerda que aun estamos vivos.
No quiero conjugar siempre la utopía en futuro, como una eterna promesa pendiente. Quiero que sea más bien certeza, y eso es lo que hago y lo que siempre haré, convertir mis sueños en la realidad más brillante por muy fantasiosa que esta parezca. Vale más que te llamen loca que dejar de ser tú misma, y eso es precisamente lo que he conseguido desde que comencé mi camino hasta el día de hoy, y no es poco...
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